EL ÚNICO PANADERO SUPERVIVIENTE

Una silla dentro de un gran globo rígido, translúcido y lleno de ensalada. Se accede por un orificio en la parte superior, donde eventualmente una manguera tose una hoja de lechuga.

Reyertas diarias entre panaderos para ver cuál de ellos será el primero en sentarse en la silla. Los que perviven jadean, se miden. Depositan delante del globo, a modo de ofrenda, las últimas baguettes que han horneado: la discografía entera de Milli Vanilli, amontonada. Huele bien. Que cojas la punta.

Caminar sobre el cúmulo de discos, tumbarse encima y dormir. Por qué no. A la mañana siguiente el desayuno está listo, también sobre el montón, al alcance de un brazo que alargo para demostrarlo (fiscalización permanente). El único panadero superviviente de la noche anterior está de pie sobre la bandeja. «¿Me dirás si te ha gustado…?», quiere saber, tras tantos años del pacto Ribbentrop-Mólotov, compungido. Tan solo el zumo no se encuentra aplastado bajo sus zapatos.

Me confirma que su gremio está muy nervioso porque, tras siglos de fanática espera, hoy se produce el advenimiento de una torre de botes de alubias. Llegado el día, la torre, de metro y medio, está donde la quieres ver (ahí mismo, mírala, iluminada por un foco). «Luchamos por el honor de esperarla aliñados, ATROPELLADOS POR UN TREN HECHO DE ACEITE, aprisionados entre hasta el ahogo toneladas de lechuga».

Me acerco sigilosamente a la torre –desconozco si va a reaccionar agresivamente–. «Va, tranquila, tranquila…». Tomo una de las latas y la abro. Dentro está el equipo técnico que diseñó el Shambhala.

«Buena reunión. –Carpetazo, se dan la mano–. Mañana más».