LA TAPADERA III

Jonathan Millán feat. Nuevos Mamuts

Barriga rellena de emisario en busca del rey del barro es abierta muy lejos del rey del barro. El viaje empieza ahora.

¿Has visto La tapadera II? Comienza con «La impertinencia del pueblo alemán cuando se les pregunta por el costado». Esto es texto ya, ¿eh? No, no la he visto, ¿qué es? Planchar espejo. ¿Qué? ¿Pero por qué haces como si fuera un diálogo? Porque quiero un compañero, ne-CeÇIT una voz.

Pongamos los primeros capítulos de esta serie de bajo presupuesto, en los cuales un detective investiga planchando espejos cuál es el auténtico negocio tras una gasolinera para sandías. (Y todo ello ambientado en una ciudad en la que, tras cada puerta mal cerrada, páralo aquí y haz zoom, que lo pares, QUE ME DES EL MAN, podemos vislumbrar a alguien empujando una carretilla llena de radiografías hechas por el mago).

En este capítulo, pasando la plancha en su despacho, el detective percibe que en la gasolinera te llenan la sandía hasta que revienta. Mientras repostas, sufres porque no quieres perder la sandía; ¿pero sin gasolina cómo la harás avanzar? Y con las últimas pasadas capta que los surtidores de la gasolinera —para verlo in situ, hay que rascarlos— son en realidad queridísimos cuadros cubistas que lloran crin. He aquí La tapadera I.

El bajo presupuesto de la serie se nota en que el escritorio del detective es un caimán que vierten en un cuenco carísimo. Si tuvieran más medios —que los tienen—, no tendrían problemas para encontrar un cuenco más barat (Nos giramos. Gritos y golpes de fuera me hacen temer que una gorra se esté sumergiendo, en algún lugar, en un cubo lleno de mostaza: podemos seguir viendo la serie).

Y en este otro episodio el detective (lluvia de radiografías sobre la tele) inspecciona lo que nos imaginemos, porque no se ve NADA.

(La flota entera de carretilleros, de la cual se especula con que conforma una banda organizada que, oculta tras los decorados de la serie, prepara incursiones con el fin de cubrir la tele de sus víctimas con radiografías, ha salido de su escondrijo para enterrar la nuestra bajo una montaña en la cima de la cual, uy, dentro de un tórax, se nos ve a nosotros, minúsculos, acomodados en un sofá, viendo la tele.

Pensaba que el tipo que nos cobija sin saberlo, un hombre muy parecido de perfil y de espaldas al prefijo pre-, tardaría más en descubrirnos y en señalarnos. «En lugar de costillas tengo pequeños polideportivos a los que ya no me dejan entrar, la barra no gira. Para averiguar el motivo, métanme bajo el tubo de rayos X y avísenle».

Ya hace una semana que, cubiertos con pasamontañas, forzamos las puertas de uno de los polideportivos haciendo palanca con una partida de ajedrez que habíamos dejado a medias, incapaces de terminar. Las abrimos lo suficiente para que pudiera colar la panza, que tenía tan hinchada como un trazo.

«¡Buenas, Jonathan! Espero que haya empezado bien el año», han soltado los mafiosos justo antes de entrar con un ariete, cargados de radiografías.